Oficios artesanos
Los secretos de un maestro panadero
Desde su obrador, como una silenciosa atalaya desde la que contempla un paisaje que nos recuerda que la ciudad de Chihuahua, a pesar de la modernidad que todo lo invade, conserva esa esencia de pueblo, de barrio en el que todos se conocen.
![[Img #70930]](http://el7set.es/upload/images/03_2019/4298_hands_clapping_dust_flour_bakery_craftsman_particles_light-883462d.jpg)
El pan ha acompañado al hombre desde el inicio de los tiempos, durante la prehistoria, en Babilonia o Egipto, en el Imperio Romano y viajó por todo el planeta a media que los viajeros ensanchaban el mundo. Junto con el maíz y el arroz, el trigo ha sido los cimientos sobre los que se ha construido la civilización. El pan es un alimento común, en innumerables variedades –cientos solo en México- en todos los pueblos y culturas. Símbolo de bienvenida, de buena fe, de sabiduría y de ofrenda en los altares. Ha sido y es alimento del cuerpo y del alma, incorporándose a los ritos de todos los países.
Entre primera masa de harina rudimentariamente cocida al pan que compramos en un supermercado hay miles de años de historia y, con ellos, los avances que la tecnología ha incorporado a todas y cada una de las facetas de la vida. Unos cambios a los que los más románticos aún le anteponemos el factor humano, el alma.
Manos artesanas, fuertes y nobles, amasando el pan, símbolo del alimento de los hombres y la conexión con la divinidad. Unas manos honradas amasando el pan. Unos ojos oscuros que brillan en el obrador con el antiguo saber de los maestros panaderos que, desde antaño, han desentrañado los misterios que unen al pan con dios y alimentan a la humanidad.
Miguel, es maestro panadero, una distinción al alcance de pocos, no todos saben dominar los secretos de la masa, el horno y el toque personal de un pan bien hecho, y es, por encima de todo, un hombre dedicado a su oficio, que desempeña desde que era apenas un chavo.
Sin saberlo, ya estaba predestinado a ser panadero cuando nació hace casi 50 años en la colonia Las Granjas de la ciudad de Chihuahua, uno más entre ocho hermanos, con un padre alcohólico que tan solo ganaba un mínimo salario y una madre que se dejaba las manos lavando ropa ajena para conseguir unos pesos con los que sacar adelante a toda su prole.
Sus pasos, desde bien pequeño, se encaminaron hacia la panadería de manera decidida. Esos pasos que lo llevaban a pasar frente a la panadería del barrio, “Mendiaz”, camino de la escuela y que siempre llamó su atención. De ese modo, a los doce años empezó a trabajar para su propietario, para quien lavaba trocas por 3,50 pesos y una bolsa de pan, que en demasiadas ocasiones representaba la única manera de alejar el fantasma del hambre en la casa. Eso, en una sociedad en la que los valores se están perdiendo día a día, representa un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones, un modelo de conducta y de esfuerzo.
Por su decisión y capacidad de servicio, con el tiempo le dejaron empezar a trabajar en la panadería, pero alejado de la masa, limpiando charolas, agarrándolas con costales de raspa para sacarlas del horno y depositarlas en los carritos y poner a la venta el pan. Todo ello sin tocar la masa, artesanal producto de manos experimentadas, custodiados sus secretos por los estrictos panaderos que son depositarios de este saber ancestral, del que ahora es heredero por derecho propio.
Miguel mira la cortadora industrial que ofrece al operario un pedazo de masa con el peso correcto y recuerda la primera vez que lo dejaron ponerse frente al tablero, primero aprendiendo a tantear la masa con tan solo sentirla en sus manos y determinando así su peso. No puede evitar sonreír, convencido de que la mano experta siempre cuenta con ese toque especial, humano e irreplicable que ofrece la experiencia de un artesano que ha comenzado desde abajo. Eso es lo que hace su pan, el que elabora con sus manos, un producto especial y único. Es eso, y no otra cosa, lo que atrae hasta la panadería de una gran cadena de supermercados en la que trabaja a clientes que viven muy lejos, que tienen otras sucursales más cerca, pero que quieren que su pan tenga la calidad que solo él le da.
Desde esa primera telera que hizo, hasta las más de cien variedades de pan dulce y salado que conoce y prepara hoy en día, todos y cada uno de ellos han tenido la misma marca de calidad, los ha hecho con todo el conocimiento y cariño por su oficio. Nada cambia en la esencia de la creación del pan, que seguirá impulsada por un corazón sencillo y apegado a la tradición.
Recuerda su trabajo en “Mendiaz” durante doce años, con un horario de 3 de la mañana a 4 de la tarde, formando parte de un equipo de cuatro personas que hacían 7 mil piezas de pan blanco y 3 mil de pan dulce al día. En ese periodo de tiempo, en dos ocasiones hizo una pausa en su trabajo, una para poner su propia panadería junto a su hermano, ayudado por su propio jefe que le aportó clientes. Además, gracias a su buen hacer, le mantuvo la promesa de un empleo en su panadería si las cosas cambiaban. Durante un año regentó su propia panadería, pero la aventura no llegó a buen puerto. Reconoce que era solo “un chavo” y que tenía “ojo alegre”, con demasiada facilidad para distraerse con las diversiones. La segunda vez que estuvo fuera de la panadería fue al casarse, porque a su esposa no le gustaba el horario de la panadería, por lo que encontró trabajo en una maquila, donde estuvo por tres meses. El matrimonio sirvio para “asilenciarlo”, como él mismo explica, permaneciendo casado por espacio de seis años.
Habiendo regresado a la panadería en la que comenzó su oficio, llegó el momento en el que su jefe se planteó cerrar el negocio para irse a Namiquipa y le propuso irse a trabajar allá, pero en aquel tiempo la esposa de Miguel estaba embarazada de su hijo, así que prefirió quedarse en Chihuahua, trabajando en la panadería “Jazmín” propiedad de un primo de su jefe, en la colonia Revolución. Allí también se acostumbró a elaborar gran cantidad de pan diariamente, ya que surtían a los municipios de Delicias y Cuauhtémoc. Por espacio de 13 años trabajó en la que era su nueva casa, con un horario de 7 de la tarde a 10 de la mañana.
Pese a que no continuó, su matrimonio finalizó en buenos términos con su esposa y su cariño quedó en una buena amistad tras el divorcio. Aunque en un principio el hijo de ambos vivía con su madre, al llegar a la Secundaria, por proximidad, se fue a vivir con Miguel.
Las cosas se pusieron tirantes entre el propietario de la panadería y Miguel cuando el primero comenzó a interesarse por una mujer con la que el segundo andaba en relaciones, por lo que la tensión en el trabajo se hizo patente. Sin embargo, serían otras cuestiones las que lo alejaran definitivamente de su trabajo.
Un buen día aparecieron en la panadería unos muchachos para pedir pan, supuestamente para unos 15 años. Sin embargo, uno de los jóvenes actuaba de manera que levantó las sospechas de Miguel, puesto que estaba grabando todo. A pesar de que le compartió su inquietud al propietario, finalmente optó por no darle importancia al hecho. Pero cuando regresaron, supuestamente a recoger el pan, los jóvenes venían acompañados por un grupo de sicarios que los agredieron, dándoles una severa golpiza que hasta le llegó a romper algunos dientes, robándoles 100 mil pesos del negocio.
Cuando Miguel le contó lo sucedido a su hijo, este le aconsejó que descansara para reponerse de la agresión y que dejara ese trabajo, ya que temía que una vez les echaran el ojo los delincuentes, nada los haría parar. Esto y la tensión son su jefe lo convenció para descansar durante dos semanas.
Fue entonces cuando visitó a un amigo que trabajaba en una cadena de supermercados, y encontró un empleo como 6º en una de sus sucursales. A pesar de ser un puesto muy bajo para su capacidad, aceptó y a los ocho meses surgió la oportunidad de ser 2º en otra tienda de la misma empresa, puesto que ocupó durante un año, hasta llegar a ser el maestro panadero de la tienda, cargo en el que se ha desempeñado desde entonces.
El abandonar las panaderías de barrio en las que creció como hombre y como artesano, representó un duro paso para un maestro panadero tradicional, orillado por unas circunstancias tan graves como la inseguridad que se padece y que le hacen añorar los tiempos en los que se trabajaba toda la noche con las puertas abiertas, en lugar de estar encerrados con rejas y cadenas.
A pesar de que el sueldo era bueno, en ese tiempo se las tenía que arreglar con “quinelas”, para contar con un dinero a modo de ahorro, siempre pensando en las necesidades que pudiera tener su hijo y debían ser atendidas. El divorcio no había afectado al muchacho, quien siguió haciendo su vida con normalidad sin que la separación de sus padres le resultara un problema.
Sin embargo, ninguna atención pudo evitar un doloroso desenlace que acarreó la pérdida de la vida de su hijo, lo que representa la pesadilla de cualquier padre, ahora se convertía para él en una dura realidad. A su mente viene al hablar de ello el cuidado que pone un padre para que su hijo no sufra daño y después la fatalidad de verlo golpeado en un accidente, su mayor dolor.
El hijo de Miguel, que estudiaba Ingeniería Industrial, soñaba con trabajar en España, a diferencia de sus compañeros de clase, él quería ir a Europa en lugar de a Estados Unidos, de modo que ambos hicieron planes de cómo sería vivir en España y la posibilidad de visitarlo allí para conocer las panaderías y los tipos de pan que se preparan en el país.
Tristemente, atrás quedaron los sueños de mandar un hijo a estudiar a Europa, visitarlo para ver un partido del Real Madrid en el Santiago Bernabeu, conocer las hogazas, el pan de pueblo, los panes de manteca y las ensaimadas cuando lo visitara, porque, no importa cuanto los cuidemos y los protejamos, finalmente, las vidas de nuestros hijos son un regalo que no está en nuestras manos.
Con los ojos llenos de tristeza mira de nuevo las máquinas y le da por pensar que ningún aparato podrá replicar lo que el alma de un maestro panadero le trasmite al pan que elabora, el alma de la que dota a su obra, esa esencia única, espiritual. A los hornos eléctricos no se les mueren los hijos, las básculas electrónicas no pesan la pena.
Ahora Miguel mira con nostalgia su pasado, la añoranza de la música y los pasos de baile con los que se arrancaban los compañeros más cumbieros, las comidas que hacían para todos los trabajadores de la panadería, “un ambiente bien suave, se trabajaba parejo y había permanencia en el trabajo”, comenta. Echar una chela para refrescarse durante el trabajo, contar con una señora que limpie la panadería para poder dedicarse solo al pan, las viejas costumbres de la familia que se crea en un lugar de trabajo pequeño.
No importa donde el artesano realice su labor, en una panadería de barrio trabajando de 3 de la mañana a 4 de la tarde, en su propia panadería, en cualquier otra parte, Miguel ha sido, es y será, un maestro panadero.
Desde su obrador, como una silenciosa atalaya desde la que contempla un paisaje que nos recuerda que la ciudad de Chihuahua, a pesar de la modernidad que todo lo invade, conserva esa esencia de pueblo, de barrio en el que todos se conocen.
Ese siempre será el motivo de que, aunque la central se modernice, la panadería cobre una mayor importancia y se le instalen los últimos adelantos en maquinaria, siempre precisará de un maestro panadero para que de vida al producto del obrador, para que insufle el espíritu de un artesano, que no es más que la suma de lo vivido, de lo aprendido y de su propia esencia como ser humano excepcional.
![[Img #70930]](http://el7set.es/upload/images/03_2019/4298_hands_clapping_dust_flour_bakery_craftsman_particles_light-883462d.jpg)
El pan ha acompañado al hombre desde el inicio de los tiempos, durante la prehistoria, en Babilonia o Egipto, en el Imperio Romano y viajó por todo el planeta a media que los viajeros ensanchaban el mundo. Junto con el maíz y el arroz, el trigo ha sido los cimientos sobre los que se ha construido la civilización. El pan es un alimento común, en innumerables variedades –cientos solo en México- en todos los pueblos y culturas. Símbolo de bienvenida, de buena fe, de sabiduría y de ofrenda en los altares. Ha sido y es alimento del cuerpo y del alma, incorporándose a los ritos de todos los países.
Entre primera masa de harina rudimentariamente cocida al pan que compramos en un supermercado hay miles de años de historia y, con ellos, los avances que la tecnología ha incorporado a todas y cada una de las facetas de la vida. Unos cambios a los que los más románticos aún le anteponemos el factor humano, el alma.
Manos artesanas, fuertes y nobles, amasando el pan, símbolo del alimento de los hombres y la conexión con la divinidad. Unas manos honradas amasando el pan. Unos ojos oscuros que brillan en el obrador con el antiguo saber de los maestros panaderos que, desde antaño, han desentrañado los misterios que unen al pan con dios y alimentan a la humanidad.
Miguel, es maestro panadero, una distinción al alcance de pocos, no todos saben dominar los secretos de la masa, el horno y el toque personal de un pan bien hecho, y es, por encima de todo, un hombre dedicado a su oficio, que desempeña desde que era apenas un chavo.
Sin saberlo, ya estaba predestinado a ser panadero cuando nació hace casi 50 años en la colonia Las Granjas de la ciudad de Chihuahua, uno más entre ocho hermanos, con un padre alcohólico que tan solo ganaba un mínimo salario y una madre que se dejaba las manos lavando ropa ajena para conseguir unos pesos con los que sacar adelante a toda su prole.
Sus pasos, desde bien pequeño, se encaminaron hacia la panadería de manera decidida. Esos pasos que lo llevaban a pasar frente a la panadería del barrio, “Mendiaz”, camino de la escuela y que siempre llamó su atención. De ese modo, a los doce años empezó a trabajar para su propietario, para quien lavaba trocas por 3,50 pesos y una bolsa de pan, que en demasiadas ocasiones representaba la única manera de alejar el fantasma del hambre en la casa. Eso, en una sociedad en la que los valores se están perdiendo día a día, representa un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones, un modelo de conducta y de esfuerzo.
Por su decisión y capacidad de servicio, con el tiempo le dejaron empezar a trabajar en la panadería, pero alejado de la masa, limpiando charolas, agarrándolas con costales de raspa para sacarlas del horno y depositarlas en los carritos y poner a la venta el pan. Todo ello sin tocar la masa, artesanal producto de manos experimentadas, custodiados sus secretos por los estrictos panaderos que son depositarios de este saber ancestral, del que ahora es heredero por derecho propio.
Miguel mira la cortadora industrial que ofrece al operario un pedazo de masa con el peso correcto y recuerda la primera vez que lo dejaron ponerse frente al tablero, primero aprendiendo a tantear la masa con tan solo sentirla en sus manos y determinando así su peso. No puede evitar sonreír, convencido de que la mano experta siempre cuenta con ese toque especial, humano e irreplicable que ofrece la experiencia de un artesano que ha comenzado desde abajo. Eso es lo que hace su pan, el que elabora con sus manos, un producto especial y único. Es eso, y no otra cosa, lo que atrae hasta la panadería de una gran cadena de supermercados en la que trabaja a clientes que viven muy lejos, que tienen otras sucursales más cerca, pero que quieren que su pan tenga la calidad que solo él le da.
Desde esa primera telera que hizo, hasta las más de cien variedades de pan dulce y salado que conoce y prepara hoy en día, todos y cada uno de ellos han tenido la misma marca de calidad, los ha hecho con todo el conocimiento y cariño por su oficio. Nada cambia en la esencia de la creación del pan, que seguirá impulsada por un corazón sencillo y apegado a la tradición.
Recuerda su trabajo en “Mendiaz” durante doce años, con un horario de 3 de la mañana a 4 de la tarde, formando parte de un equipo de cuatro personas que hacían 7 mil piezas de pan blanco y 3 mil de pan dulce al día. En ese periodo de tiempo, en dos ocasiones hizo una pausa en su trabajo, una para poner su propia panadería junto a su hermano, ayudado por su propio jefe que le aportó clientes. Además, gracias a su buen hacer, le mantuvo la promesa de un empleo en su panadería si las cosas cambiaban. Durante un año regentó su propia panadería, pero la aventura no llegó a buen puerto. Reconoce que era solo “un chavo” y que tenía “ojo alegre”, con demasiada facilidad para distraerse con las diversiones. La segunda vez que estuvo fuera de la panadería fue al casarse, porque a su esposa no le gustaba el horario de la panadería, por lo que encontró trabajo en una maquila, donde estuvo por tres meses. El matrimonio sirvio para “asilenciarlo”, como él mismo explica, permaneciendo casado por espacio de seis años.
Habiendo regresado a la panadería en la que comenzó su oficio, llegó el momento en el que su jefe se planteó cerrar el negocio para irse a Namiquipa y le propuso irse a trabajar allá, pero en aquel tiempo la esposa de Miguel estaba embarazada de su hijo, así que prefirió quedarse en Chihuahua, trabajando en la panadería “Jazmín” propiedad de un primo de su jefe, en la colonia Revolución. Allí también se acostumbró a elaborar gran cantidad de pan diariamente, ya que surtían a los municipios de Delicias y Cuauhtémoc. Por espacio de 13 años trabajó en la que era su nueva casa, con un horario de 7 de la tarde a 10 de la mañana.
Pese a que no continuó, su matrimonio finalizó en buenos términos con su esposa y su cariño quedó en una buena amistad tras el divorcio. Aunque en un principio el hijo de ambos vivía con su madre, al llegar a la Secundaria, por proximidad, se fue a vivir con Miguel.
Las cosas se pusieron tirantes entre el propietario de la panadería y Miguel cuando el primero comenzó a interesarse por una mujer con la que el segundo andaba en relaciones, por lo que la tensión en el trabajo se hizo patente. Sin embargo, serían otras cuestiones las que lo alejaran definitivamente de su trabajo.
Un buen día aparecieron en la panadería unos muchachos para pedir pan, supuestamente para unos 15 años. Sin embargo, uno de los jóvenes actuaba de manera que levantó las sospechas de Miguel, puesto que estaba grabando todo. A pesar de que le compartió su inquietud al propietario, finalmente optó por no darle importancia al hecho. Pero cuando regresaron, supuestamente a recoger el pan, los jóvenes venían acompañados por un grupo de sicarios que los agredieron, dándoles una severa golpiza que hasta le llegó a romper algunos dientes, robándoles 100 mil pesos del negocio.
Cuando Miguel le contó lo sucedido a su hijo, este le aconsejó que descansara para reponerse de la agresión y que dejara ese trabajo, ya que temía que una vez les echaran el ojo los delincuentes, nada los haría parar. Esto y la tensión son su jefe lo convenció para descansar durante dos semanas.
Fue entonces cuando visitó a un amigo que trabajaba en una cadena de supermercados, y encontró un empleo como 6º en una de sus sucursales. A pesar de ser un puesto muy bajo para su capacidad, aceptó y a los ocho meses surgió la oportunidad de ser 2º en otra tienda de la misma empresa, puesto que ocupó durante un año, hasta llegar a ser el maestro panadero de la tienda, cargo en el que se ha desempeñado desde entonces.
El abandonar las panaderías de barrio en las que creció como hombre y como artesano, representó un duro paso para un maestro panadero tradicional, orillado por unas circunstancias tan graves como la inseguridad que se padece y que le hacen añorar los tiempos en los que se trabajaba toda la noche con las puertas abiertas, en lugar de estar encerrados con rejas y cadenas.
A pesar de que el sueldo era bueno, en ese tiempo se las tenía que arreglar con “quinelas”, para contar con un dinero a modo de ahorro, siempre pensando en las necesidades que pudiera tener su hijo y debían ser atendidas. El divorcio no había afectado al muchacho, quien siguió haciendo su vida con normalidad sin que la separación de sus padres le resultara un problema.
Sin embargo, ninguna atención pudo evitar un doloroso desenlace que acarreó la pérdida de la vida de su hijo, lo que representa la pesadilla de cualquier padre, ahora se convertía para él en una dura realidad. A su mente viene al hablar de ello el cuidado que pone un padre para que su hijo no sufra daño y después la fatalidad de verlo golpeado en un accidente, su mayor dolor.
El hijo de Miguel, que estudiaba Ingeniería Industrial, soñaba con trabajar en España, a diferencia de sus compañeros de clase, él quería ir a Europa en lugar de a Estados Unidos, de modo que ambos hicieron planes de cómo sería vivir en España y la posibilidad de visitarlo allí para conocer las panaderías y los tipos de pan que se preparan en el país.
Tristemente, atrás quedaron los sueños de mandar un hijo a estudiar a Europa, visitarlo para ver un partido del Real Madrid en el Santiago Bernabeu, conocer las hogazas, el pan de pueblo, los panes de manteca y las ensaimadas cuando lo visitara, porque, no importa cuanto los cuidemos y los protejamos, finalmente, las vidas de nuestros hijos son un regalo que no está en nuestras manos.
Con los ojos llenos de tristeza mira de nuevo las máquinas y le da por pensar que ningún aparato podrá replicar lo que el alma de un maestro panadero le trasmite al pan que elabora, el alma de la que dota a su obra, esa esencia única, espiritual. A los hornos eléctricos no se les mueren los hijos, las básculas electrónicas no pesan la pena.
Ahora Miguel mira con nostalgia su pasado, la añoranza de la música y los pasos de baile con los que se arrancaban los compañeros más cumbieros, las comidas que hacían para todos los trabajadores de la panadería, “un ambiente bien suave, se trabajaba parejo y había permanencia en el trabajo”, comenta. Echar una chela para refrescarse durante el trabajo, contar con una señora que limpie la panadería para poder dedicarse solo al pan, las viejas costumbres de la familia que se crea en un lugar de trabajo pequeño.
No importa donde el artesano realice su labor, en una panadería de barrio trabajando de 3 de la mañana a 4 de la tarde, en su propia panadería, en cualquier otra parte, Miguel ha sido, es y será, un maestro panadero.
Desde su obrador, como una silenciosa atalaya desde la que contempla un paisaje que nos recuerda que la ciudad de Chihuahua, a pesar de la modernidad que todo lo invade, conserva esa esencia de pueblo, de barrio en el que todos se conocen.
Ese siempre será el motivo de que, aunque la central se modernice, la panadería cobre una mayor importancia y se le instalen los últimos adelantos en maquinaria, siempre precisará de un maestro panadero para que de vida al producto del obrador, para que insufle el espíritu de un artesano, que no es más que la suma de lo vivido, de lo aprendido y de su propia esencia como ser humano excepcional.






