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Gloria Isabel Bosch Roig
Miércoles, 06 de Noviembre de 2019
Opinión

Democratizar la Democracia

Como cabría esperar de un revolucionario (de la lingüística), intelectual comprometido y consagrado activista en USA como Noam Chomsky, la calidad democrática de un país con un sistema bipartidista alternante que impide la existencia de terceros actores políticos y cuyos gobernantes ignoran sistemáticamente al setenta por ciento de su ciudadanía, ha de ser sometida a un juicio crítico sin ambages.

De este modo, y así lo afirma Chomsky, en Estados Unidos sólo puede constatarse la existencia un único partido político al que él denomina Business-Party, el partido de los negocios, que representa a aquellos que manejan la economía y, por extensión, la política y la vida de la mayoría de la gente. Un treinta por ciento de la población, es decir, una élite mayoritariamente blanca, decide qué pasa con el resto. Es evidente que ante tales certezas ninguna democracia aprueba.

Sin embargo, incluso ante un sistema político oligárquico casi perfecto como el de Estados Unidos hay posibilidad de acción. Chomsky apela a esa acción civil que él mismo practica y representa en forma de activismo, aunque para ello, afirma, debe darse una condición sine qua non: la libertad de expresión. Chomsky ha dado en el clavo, es por eso que Donald Trump no disimula su repulsa hacia algunos medios de comunicación que, a la postre, han sido los que han propiciado su Impeachment.

Las últimas revueltas en Chile también ponen de manifiesto el poder de la desobediencia civil frente a gobiernos que promueven leyes injustas que perjudican a las clases medias empobrecidas y a los que menos tienen. Por otro lado, en el Líbano las movilizaciones de manifestantes contra la corrupción política y la crisis económica han conseguido echar del gobierno a Hariri.

 

La libertad de expresión y, por ende, de manifestación, es el único derecho fundamental que puede garantizar que una democracia imperfecta y perfectible pueda aspirar a convertirse en una democracia plenamente representativa; y ese derecho merece ser elevado al Olimpo de nuestros más altos valores democráticos, venerado y defendido con todos los mecanismos del estado de derecho, aunque para ello sea esencial poner primero bajo observación ese mismo estado de derecho y su sistema judicial. Ahora más que nunca es necesario estar atentos a las señales que llegan desde dentro y fuera de Europa, pero sobre todo también desde nuestro entorno más próximo, porque son inquietantes.

 

Los partidos de izquierda tradicionales en Europa dejaron de defender y representar a todos aquellos que se sintieron perdedores de la globalización económica, en consecuencia, la desafección política de los últimos años no solo les ha castigado, sino que también ha dejado el campo libre a nuevas opciones y alternativas, algunas de ellas de marcado carácter neofascista, vertebradas en torno a una serie de posverdades tan útiles como falsas. No hace falta nombrarlas, pero todos sabemos que cuanto más compleja y convulsa es la realidad, tanto más seductoras son las recetas populistas y facilonas que culpabilizan al otro: en Alemania, la AFD culpabiliza a Europa y a los inmigrantes, en España Vox no sólo ha puesto el ojo en ellos, también en las mujeres, los homosexuales, los catalanes independentistas y hasta en los nacionalistas vascos.

A los extranjeros pobres quiere echarlos del país, a los catalanes suspenderles derechos y meterlos en la cárcel, pero lo cierto es que esto último ya ocurrió bajo un gobierno democrático que apelaba a la carta magna y al estado de derecho.

La lectura que debemos hacer de esto es que cualquier deriva autoritaria en una democracia engendra monstruos de todo color, y que éstos no desaparecen por mucho que se les quiera invisibilizar, más bien se produce el efecto contrario, el cual, por poner el ejemplo del independentismo en Cataluña, es bienvenido y usufructuado por los verdaderos enemigos de la libertad, tal como parece estar ocurriendo en España si nos fijamos en las últimas tendencias a pocos días de las elecciones.

 

El objetivo de los nuevos actores consiste en aprovechar el estado de derecho para poder llegar a subvertirlo, porque su objetivo final es el estado totalitario, disfrazado quizás de democracia plebiscitaria a la Bolsonaro o a la Maduro, por mencionar dos realidades latinoamericanas, aunque podríamos poner también como ejemplo la Rusia de Putin o al defenestrado Salvini en Italia.

La amenaza es real y el caldo de cultivo de estos partidos es también muy real: es la rabia y frustración de aquellos que se sienten estafados y abandonados por sus políticos, es el miedo difuso pero intenso a tantas y tantas incertidumbres futuras, especialmente económicas, y es también la misma deriva autoritaria de las democracias imperfectas la que engendra y alimenta al monstruo.

 

Si los partidos políticos del arco democrático no reaccionan a tiempo y no recogen a modo de sismógrafos lo que palpita y ruge en lo profundo de sus sociedades, se verán superados por terremotos y tsunamis de la sociedad civil, especialmente por aquellos que ya no confían en el sistema y practican el derecho a la desobediencia pacífica, y en el peor de los casos, la violencia. Es entonces cuando el neofascismo entra en la escena política con fuerza.

 

Votar es un derecho y un deber moral y fundamental que tenemos y debemos ejercer todos los ciudadanos, pero no es suficiente para mantener un sistema democrático sano, porque corremos el peligro de que este acto performativo quede sólo en eso, en un mero procedimiento, un ritual vacío de contenido. Democratizar la democracia significa trascender el individualismo, implica no desentenderse ni delegar la responsabilidad de ciudadanía una vez cada cuatro años, y mucho menos consiste en transferir responsabilidades a un único líder. La democratización de la democracia remite a la organización de la sociedad civil, a la acción pública y política y al activismo, tal como decía Chomsky.

 

Figurativamente, la acción política tiene lugar en ese espacio vertical que queda entre el individuo que está abajo y la esfera de lo político-institucional que se sitúa arriba, porque precisamente es en ese territorio intermedio donde opera la sociedad civil, ese es el verdadero lugar de regeneración democrática, y es precisamente por ello que las movilizaciones sociales, aunque se trate de manifestaciones democráticas, puesto que ponen de relieve la existencia de un estado de derecho, deben servirnos de importante advertencia sobre la necesidad de mejorar la calidad de esa misma democracia, que debe construirse y reconstruirse de forma participativa, comunicativa y deliberativa.  Sin estas premisas axiomáticas cualquier democracia corre el riesgo de derivar en una partitocracia o en algo peor.

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