Viernes, 12 de Septiembre de 2025

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Helga Wendt de Jovaní
Jueves, 22 de Septiembre de 2022

Recorriendo Tierras Castellanas en 1955

[Img #89796]No estaba yo pateando sólo Madrid cuando pasé el otoño de 1955 en el número 50 de la calle Ferraz, gracias a un intercambio estudiantil. Nada más llegar a España, me compré un kilométrico, una forma de viajar, a precio módico, por la red ferroviaria española. El mío era de 3000 kilómetros, segunda clase, y me costó unas 800 pesetas. No me resultó nada difícil gastar esos 3.000 kilómetros. Con mi llegada a Barcelona, último lugar visitado antes de volver a Alemania, ya los había gastado pero del todo.

Mi primera salida desde Madrid fué a Toledo, en autobús, no sé porqué, pero eso me dió la posibilidad de atravesar pequeños pueblos y de descubrir mulos dando vueltas a norias, casas con cortinas en vez de puertas, mujeres con cántaros alrededor de fuentes y un largo etcétera. En Toledo me encantó deambular por las estrechas y pedregosas callejuelas del centro, con sus casas altas y rejas abombadas delante de grandes ventanas de planta baja, que me recordaban jaulas. Visité casi todos los monumentos que hay que visitar en Toledo, siendo desde entonces mi monumento favorito la iglesia de San Juan de los Reyes, mandada construir por Isabel la Católica tras la victoria de Toro y destinada a mausoleo de ella y de su marido, lo que se cambió tras la conquista de Granada, donde ahora reposan los regios restos. San Juan de los Reyes, preciosa iglesia del gótico flamígero, del llamado estilo isabelino, apartada de las masas turísticas en torno a la gran catedral gótica.

A los dos meses volví de nuevo a Toledo, esta vez en tren que salió de Atocha, Salida temprana, bueno, a las nueve, pero en aquel entonces Madrid aún estaba dormido, Los únicos con que uno tropezaba eran los barrenderos. Tampoco había gente sacando a sus perros, porque eso de tener perro todavía no se llevaba.

El tren sólo tenía primera y tercera, así que me permití el lujo de pagar un suplemento. Volví a visitar monumentos y a dar paseos alrededor del pueblo, y fue en una de esas caminatas que aprendí lo de las aguas mayores y menores – por cierto, en alemán hablamos de negocios -. Era un sitio medio cerrado que olía a pestes, lo que corroboraría la tesis de mi marido que lo prohibido indica algo idóneo, porque ¿quién no habrá visto montones de escombros en sitios con el cartelito de “prohibido tirar escombros“? En la vuelta me ahorré el suplemento, por haber gastado más de la cuenta en la compra de objetos de artesanía toledana. Los bancos eran duros, dos ventanas estaban rotas y la puerta no cerraba del todo. ¡Pero como eran sólo dos horas!

Algunas veces pasaba el día en el Escorial, visitando el monasterio y dando paseos por los cercanos bosques y montes, con subida incluída a la cruz instalada en uno de los picos. Me fascinaban las grandes piñas de color ébano. Sigo guardando la que recogí en aquel lejano año 1955.

 Grande fué mi entusiasmo por Segovia, que visité dos veces. El tren pasaba por pequeñas estaciones medio destartaladas, donde el encargado anunciaba la salida del tren tocando una campana. Tras una caminata de un cuarto de hora llegué a la ciudad, donde quedé alucinada por el imponente acueducto, ubicado en el mismísimo centro, con los coches pasando por debajo, Me encantaron las muchas iglesias románicas, con los atrios tan típicos de Segovia, como San Martín, en pleno centro, y San Millán, en un arrabal algo apartado. Se convirtió San Millán, construído a comienzos del siglo XII y entonces medio abandonado, en mi monumento segoviano preferido. Hoy, San Millán es considerado uno de los monumentos más importantes de toda Segovia.

Disfruté de las grandiosas vistas desde lo alto del acueducto y desde la plazoleta del Alcázar, visité la catedral y el Alcáczar,  y bajé al río Eresma para darme una vuelta. Desde luego no seguí la recomendación de mi “padre madrileño“ de comer un cochinillo en el famoso mesón de Cándido; eso excedía, pero en mucho, mis finanzas, por lo que me conformé tomando algo de bollería e higos secos.

Hasta ahora todos mis viajes y excursiones habían sido de un día, con vuelta a casa para la cena. Pero quise conocer Salamanca y Avila, por lo que, un día, cogí mis bártulos y me marché, primero, a Salamanca.

Nada más llegar, tras 5 horas de viaje, me senté dos horas en la barroca Plaza Mayor, considerada la más hermosa de toda España. Luego me fuí a la Oficina de Turismo, en busca de alojamiento económico, que encontré en la “Pensión Castellana“, de categoría segunda, pensión decente, con agua corriente; lo de las manchas en las paredes y el colchón ondulado era peccata minuta.

Tras un frugal almuerzo a base de pan, queso y uvas y una pequeña siesta, me puse a descubrir Salamanca. la ciudad de los innumerables conventos e iglesias, de las dos catedrales, la vieja y la nueva, y de la universidad más antígua de España, fundada en 1218 por el rey Alfonso IX. Estuve visitando casi todos los monumenos y pateé todo el pueblo.

Cerca del patio chico de la catedral vieja, allá al fondo, había ropa tendida en la pedregosa calle, cuando, de repente, un cerdo gordo paseó por la ropa, provocando los gritos y la caza de parte de unas cuantas mujeres allí reunídas. Crucé el río Tormes y gozé de la grandiosa vista de las dos catedrales, reflejadas en el agua. En la ribera había pescadores y mujeres lavando ropa, en un agua más que sucia.

Me llamaron la atención las muchas bicicletas nuevas – seguro que de los estudiantes -, todas provistas de timbres, utilizados constantemente. Hasta entonces yo sólo había conocido bicicletas sin timbres, sustituídos por silbidos más o menos penetrantes.

Lo que también me llamó la atención, era la gran cantidad de mendigos, comparada con las ciudades visitadas hasta entonces.

Por la tarde la Plaza se llenaba de jóvenes, y comenzaba un extraño espectáculo: “La Ronda“, la vuelta alrededor de la plaza, los chicos, yendo en fila india, en una dirección, las chicas, también en fila india, en la otra. Como había muchas vueltas, las posibilidades de conocer a uno o a una eran múltiples. ¡Qué sistema más ingenioso de relacionarse!

Después de casi 3 días de estancia, dejé el encantador Salamanca y me fuí a Ávila. Pero antes de hablar de esa ciudad, he aquí, como curiosidad, los apuntes de mis gastos habidos en Salamanca, la única vez que yo apuntaba los gastos habidos en mis viajes y excursiones                            

                            Pernoctación                                      40,--   ptas

                            Limonadas Plaza Mayor                    11,50

                            Postales                                               7,50

                            Pan                                                       1,40

                            Uvas                                                     2,00

                            Plátanos                                               2,40

                            Suizos                                                  2,00

                            Bollo                                                     0,80

                            Aseo                                                     0,30

                            Mendigos                                              5,00

                            Sellos                                                   12,00

                                                                                          84,90 ptas

Llegada a Ávila al atardecer. La ciudad estaba de fiesta, celebrando a Santa Teresa. Hoteles y pensiones estaban llenos, por lo que falló mi primer intento de encontrar alojamiento. De repente, 4 chicas vinieron en mi ayuda. No sé si ellas se dirigieron a mí o yo a ellas, el caso es que me llevaron al “Parador del Rastro“, humilde pensión, donde encontré habitación con agua corriente y ventana dando a un patio de luces. Muchos años más tarde, dicha pensión, situada junto a una de las puertas de la muralla, la puerta del Rastro, se había convertido en lujosa posada. Me paseé por el iluminado centro adornado y me dí una vuelta por la feria con cantidad de tíovivos , una rueda gigante, tiro al blanco, pastelerías y un largo etcetera.

Cena en la habitación con pan, queso y uvas y salida temprana a la mañana siguiente, tras haber desayunado lo mismo que la noche anterior.

Ávila, otra ciudad de innumerables iglesias y conventos, pero es su muralla la que le ha dado fama, muralla mandada construir, hacia finales del siglo XI, por el rey Alfonso VI, muralla intacta, rodeando todo el pueblo. Claro que subí a la Cruz de los Cuatro Cantos, construída en un montículo en las afueras, lugar famoso por ofrecer la mejor vista sobre el Ávila amurallado.

Fuera de la muralla había feria de ganado, con campesinos y pastores con boinas negras e indumentaria igual de negra. No me acerqué demasiado, por los pequeños toros negros que había en la parte baja.

Visita de la gótica catedral, que forma parte de la muralla, de la románica iglesia de San Vicente extramuros y del gótico convento de Santo Tomás, con la tumba de Don Juan,  malogrado hijo único de los Reyes Católicos.

En mis paseos por Ávila no sólo encontré conventos e iglesias sino también gran cantidad de mansiones, casas solariegas y palacios, por lo que a Ávila también se le conoce como “Ávila de los Caballeros“. A quien también encontré fué a un chico español, que años más tarde se convertiría en mi marido.

Y con ello doy por terminado el último de mis cuatro artículos sobre mi estancia en la España del lejano año 1955. 

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