Viernes, 14 de Noviembre de 2025

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Helga Wendt de Jovaní
Viernes, 13 de Enero de 2023

Del Baúl de los Recuerdos. Primeros Años de Colegio en la Alemania de los Años 1938-1941

Supongo que lo que voy a contar habrá ocurrido, más o menos, en todos los países europeos de nuestro entorno.

No recuerdo mucho de mis primeros años de colegio, Es sobre todo del primer curso del que más recuerdos tengo,

A los del primer curso nos llamaban los “hombrecitos de la i“ – arriba, abajo, arriba, y un puntito encima -, porque era la letra i la que primero aprendíamos; era la letra más fácil de la escritura Sütterlin, una variante de escritura alemana muy en boga en el siglo XIX, que luego quedó abolida en favor de la escritura latina, a comienzos de los años cuarenta del siglo pasado. Así que a los alumnos de aquel entonces nos tocó no sólo aprender el Sütterlin, sino, dos cursos más tarde, también la escritura latina. Yo ya no sabría escribir en Sütterlin, pero sí aún sé leerlo, cosa muy útil en cuanto a la lectura de cartas escritas por los antepasados.

Acudíamos a clase con nuestra mochila de cuero, de la que colgaba una esponjita que estaba atada a una pequeña pizarra que había en la mochila, junto con la cajita de madera con tapa corrediza de los lápices de pizarra, y algunos libros.

Las chicas llevábamos delantales, quizá para proteger el vestido; desde luego no era ningún uniforme, porque en los colegios e institutos públicos, que son mayoría en Alemania, no se lleva uniforme, por lo que nuestros delantales eran de tela, color y diseño diferentes.

También llevábamos el pelo corto, al llamado estilo a lo chico, coronado a veces con un gran lazo. La chica que estaba sentada delante de mi, también llevaba el pelo a lo chico, un pelo grasientísimo, por el que andaban unos cuantos piojos. Se decía que el untar el pelo con mantequilla era un remedio infalible contra los piojos. No es de extrañar que yo también cogiese los piojos de la compañera. El tratamiento

-desde luego no a base de mantequilla- era bastante engorroso, ni comparación con los tratamientos actuales, porque piojos sigue habiendo – recuerdo que un día, en la guardería de uno de mis nietos hubo alarma por piojos.

Al llegar a clase por la mañana, teníamos que pasar delante del escritorio del maestro, enseñándole las uñas. Si las llevabas sucias, el maestro te pegaba los dedos con la pequeña caña que tenía delante de él en el escritorio. Pero el joven maestro era muy bueno, no solía pegar,

aparte de lo de los dedos. Prefería castigar. Aún recuerdo a un chiquillo,

estando a la vista de toda la clase, en un rincón, con la cara hacia la pared y con un charco de pis entre los pies, de puro susto. ¿¿Qué habrá hecho??

Un día el maestro nos mandó salir, en plena clase,  al patio para ver un gran zepelín sobrevolando el barrio.

No teníamos calefacción central sino una estufa de hierro sobre la que el maestro, en otoño, nos asaba manzanas.

En el recreo, no sólo en el primer curso sino también en los tres restantes, jugábamos, como todos los niños de los países vecinos, al corro, a la comba o a saltar, con una pierna, los cuadros o rectángulos pintados con tiza en el suelo. El corro, desde luego, era lo más popular. Vueltas interminables, cantando, p. ej., lo de la bella durmiente o lo del deshollinador que estaba haciendo un paseo y se encontró con una chica, canciones de las que apenas recuerdo el texto, pero la melodía sí.

En el segundo curso, en otro colegio, por haberse mudado mis padres de casa, me tocó una maestra, muy buena ella también, que muchas veces tenía que consolar a su tímida alumna, por haber llegado a clase llorando ya que algún chico le había cerrado el paso o le había tirado de las trenzas – entretanto ya no se llevaba lo del peinado a lo chico, ahora eran las trenzas las que se habían puesto de moda. Mientras a los demás alumnos les tocaba practicar la lectura, que yo ya dominaba, yo disfrutaba de los libros de cuentos que me había dado la maestra para consolarme.

Llegó el día en que dejamos de escribir en la pequeña pizarra y borrar lo escrito con la esponjita húmeda. Había llegado la hora de escribir con pluma y con tinta. Ya no era la pluma de ganso de los antepasados, era una pluma de acero, de diferentes tamaños, que se metía en una ranura que había en la punta de una especie de lápiz. En todos los pupitres había agujeros redondos en los que se metían los tinteros. Metiendo la pluma en el tintero, con la tinta así sacada podías escribir unas pocas palabras, y luego otra vez la misma operación. Pero !cuidado con no sumergir la pluma demasiado! Existía el riesgo de que en vez de la primera letra saliese una mancha, bastante más grande que el montón de manchitas que aparecían al apretar la pluma demasiado. Total, ¡un follón! Pero poco a poco llegamos a escribir bien, a lo que a lo mejor contribuía la asignatura “Escritura“.

Luego, ya dejado el colegio, apareció la pluma estilográfica. Desaparecieron los tinteros de los pupitres, ahora los había sólo en casa, porque de vez en cuando había que rellenar la pluma mediante un sistema de bombeo. Poseer una pluma estilográfica de la marca Mont Blanc era el no va más. Con el tiempo desaparecieron también los tinteros de las casas ya que habían inventado los cartuchos de tinta. Y otra cosa se inventó: el bolígrafo, el boli, que pronto se convertiría en el instrumento de escribir más corriente, ¡si es que aún se escribe!

Pero volvamos a mi colegio. Algunas veces, en el tercer y cuarto curso, no teníamos clase porque se nos podía ver en los campos y en los bosques. ¿Una moderna forma de enseñanza, acercando los alumnos a la naturaleza, enseñándoles al mismo tiempo botánica y zoología? Eso, a lo mejor, era un efecto secundario, pero el fin principal era ayudar a la patria, recogiendo plantas medicinales o bichos dañínos. Así que en la primavera temprana nos tocó recoger el tusílago o uña de caballo, o, más tarde, hojas de zarzamora y otras plantas de las que no me acuerdo. Más divertido que recoger plantas era recoger bichos. Ahí había el voraz escarabajo de mayo que dejaba los árboles sin una sola hoja. Hoy es un animal protegido que apenas existe. Donde sí aún existe es en la Semana Santa alemana donde renace, en forma de chocolate, para adornar las mesas, junto con los conejitos, huevitos y mariquitas de los siete puntos.

Más voraz todavía que el escarabajo de mayo era el escarabajo de la patata. Había tantos que se decía que los británicos los tiraban sobre los campos desde sus aviones.

No recuerdo nada de lo que se nos enseñó en los últimos dos cursos. De una cosa sí que me acuerdo. Debe haber sido en clase de deporte, en el gimnasio del colegio. Yo, boca abajo, en un taburete, haciendo como si estuviese nadando, a braza. ¡Qué forma de enseñar a nadar sin agua! Cuando después de la guerra volvieron a abrir las piscinas, se me podía ver nadando en el agua, los primeros días aún con un flotador

-un neumático de camión. Al poco tiempo saqué el certificado de haber sido capaz de nadar tres cuartos de hora de un tirón. ¡Alabado sea el profesor con su imaginativa enseñanza!

Y con ello, colorín, colorado, el cuento de mis primeros años de colegio se ha acabado.

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